Aurora

Por César Alberto Benavides Maruri


Bajo la aurora, un pingüino contemplaba la fría lejanía. De pronto, sobre la superficie del mar percibió algo desconocido para él, algo que se acercaba poco a poco, conducido por el capricho de las aguas. Aquella mole chocó contra el duro hielo donde él se encontraba. Era un tiburón, un tiburón exánime que había sido arrastrado hasta la punta del planeta. El pingüino estaba atónito; no sabía lo que era aquella mole. Lleno de curiosidad, se dispuso a hacer lo que cualquier otro miembro de su especie habría considerado imposible, una locura: sacar aquel animal del agua. Muy pronto, se dio cuenta de que era más grande de lo que pensaba, pues la superficie dejaba ver tan sólo una parte de ese majestuoso rey. La faena le resultó tan difícil al pingüino que mientras la efectuaba sintió que intentaba sacar un iceberg, cuya punta representa una mínima parte -pequeñísima, de hecho- del inmenso cuerpo que lo mantiene en pie. Pese a ello, lo consiguió, lo arrebató de los dominios del agua. Ya sobre la placa de hielo, agotado, viendo a aquel extraño animal en toda su expresión, el pingüino comprendió por qué le había costado tanto: era enorme, mucho más grande de lo que él había imaginado, fantástico y temible a la vez. Lo admiraba poderoso de la nariz a la cola. "Con este cuerpo", pensó, "podría hacer lo que yo quisiera: recorrer todos los rincones desconocidos para mí, o gobernar a todos los pingüinos, ser amo y señor de esta fría morada". Vuelto de sus pensamientos, el pingüino se acercó a las fauces del tiburón, dotadas con grandes y filosos dientes; las contempló y, acto seguido, se metió en la boca del animal, rugosa y viscosa. No podía creer que aún por dentro el aspecto de aquella criatura era temible. "¿Cuántos pingüinos cabrían en ella?", se preguntó. Entre cavilaciones, le embargó el cansancio y, en medio de un hueco, al lado de una de las mortíferas hileras de dientes del tiburón, el pingüino se acomodó y durmió profundamente. Aquella noche todas las estrellas brillaron con el fulgor más sublime. A la mañana siguiente, una falange de pingüinos se encontraba a lo lejos, admirando la blancura del paisaje y dispuestos a observar el espectáculo que el hielo tenía preparado esa mañana. Como pequeñas explosiones acompasadas, trozos enormes de hielos caían al agua, con la caída del hielo el momento parecía ir más lento para escuchar el estruendo y ver como cedía la firmeza del iceberg al capricho de la naturaleza.  Ojeaban cada iceberg que dejaba caer parte de él, como un árbol que cede sus hojas.  De pronto, atisbaron un animal extraño que yacía sobre el hielo y más curiosos que aterrados, se dispusieron a acercarse hasta lo que ellos consideraban seguro, poco a poco se iban a acercando y los pingüinos de alrededor se unieron al grupo, también curiosos, querían saber que era lo que había llegado a sus dominios. Mientras más se acercaban, el hielo crujía y se cuartaba por el peso de la multitud y el peso del animal muerto. Justo antes de llegar a estar lo suficientemente cerca para saber que era esa criatura, el hielo no resistió más. Varios pingüinos cayeron al agua, otros reaccionaron rápido y retrocedieron al ver como el hielo se rompía, quedando a salvo. Los pingüinos que cayeron al agua se incorporaron rápidamente al suelo firme como si nada hubiera pasado.
Al ver como ese extraño animal se alejaba sin haber descubierto que era, decidieron seguir su camino abalanzándose sobre sus vientres. Iban deslizándose en todas direcciones de la placa de hielo, ignorantes de que en el interior de aquella bestia a la que el mar devoraba poco a poco un pequeño corazón igual suyo latería hasta detenerse.

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